Miguel A. Román
2003-12-22 18:01:56 UTC
Ni sé por qué os voy a contar lo que sigue. Al fin y al cabo dudo
que me creáis... o en el mejor de los casos creeréis hasta donde
probablemente debería de creer yo mismo bajo una lógica racional
cartesiana: que la historia que viene a continuación no es más que una
vulgar pesadilla, un mal sueño motivado con toda probabilidad por la
mezcla perversa de mi cena –una excepcional lasaña de pisto de
calabacines con anchoas- y un dedo de más en mi sabatina copa nocturna
de Hennessy.
Pero si he de atenerme a esta interpretación de los hechos, mejor
será que comience por advertir que hay causas más acordes con las
teorías freudianas del onirismo, y en concreto habré de hacer referencia
a una conversación que la otra tarde mantenía con una amiga que llenaba
su casa de motivos navideños, tal y como hace todos los años, pero éste
con la especial concurrencia de tocarle ser la anfitriona de la comida
tradicional junto a sus seres más queridos.
La miraba mientras evolucionaba por el salón y el comedor,
repartiendo aquí y allá detalles de oropel, lazos blancos, rojos o
azules, velas, bolas, luces, guirnaldas, ramones verdes y otros
ornamentos de inspiración natal, casi todos al estilo sajón, pero sin
renunciar a las hispana presencia de las figuras de la Sagrada Familia
en torno del pesebre donde el misterio anual se reencarna.
- Y tú –me interroga en un descanso cafetero- ¿qué vas a hacer en
Nochebuena?
- No sé, supongo que lo que el ratoncito del cuento: dormir y callar.
Puede que vea algo de tele primero y cocinaré algo de pasta que no deja
mucho para fregar.
Si le hubiera dicho que me baño cada tarde en la sangre de cincuenta
vírgenes no me hubiera dirigido una expresión de mayor horror.
- ¿Y ese plan tan impresentable?
- No tengo otro. A mi hija le toca este año pasarla con su madre y sus
abuelos de la misma raíz, y mis padres, en Málaga, ya les he visitado
hace sólo una semana y el presupuesto no da para tanto avión. Ellos
tampoco van a hacer nada especial, se van a quedar en Málaga los dos
solitos en el mismo modo: mensaje del rey, telepasión y a la cama.
- Pues llama a tus familiares de aquí, haz algo, algún amigo... pero no
puedes pasar la Nochebuena tú solo.
- ¿Y por qué no? No quiero “colgarme” de nadie. Si no tienes un
calendario a mano es una noche como otra cualquiera, y sólo la “celebra”
una minoría de la humanidad, bien es cierto que la más derrochadora y
ostentosa y por eso da la impresión de que abarca al mundo mundial, pero
es sólo un truco publicitario y consumista, una forma de redondear la
cuenta de resultados de los grandes: grandes marcas, grandes superficies
y grandes almacenes.
- No crees en lo que estás diciendo.
- Creo porque me conviene: no hay plan de Nochebuena, pues no hay
Nochebuena este año. Vosotros seréis muy felices montando el sarao y yo
seré muy feliz ahorrándome un pastón en vanos excesos ilusorios. Ni
siquiera he puesto el árbol, lo dejo para cuando venga Ángela la semana
siguiente que sí le toca en mi casa.
Y con expresión en su rostro entre la resignación y la
abominación, me da por imposible y reanuda su proceso decorativo hasta
casi dejar su morada a medio camino entre la fachada del Corte Inglés y
el escaparate de Ikea.
Pues, como os decía, así estaban las cosas hasta anoche cuando,
tras apurar el trasnochador copón de cobrizo V.S.O.P. me retiré a mis
aposentos, clavé la sien en la almohada y me dispuse a atemorizar al
vecindario a ronquido limpio.
Igual acababa de coger el sueño como pudiera ser que ya llevara
varias horas vagando por los laberintos de Hipnos, cuando el
chuchi-puchi polifónico de mi móvil empezó a repiquetear en el silencio
de la noche iluminando débilmente la estancia. En la estupefacción del
duermevela logré asirlo casi a ciegas y atiné de puro instinto en el
botón de aceptar la llamada entrante.
- Sí... ¿dígame? – respondí mecánicamente mientras la neurona de guardia
intentaba avisarme de que no era normal una llamada a tales horas y que
debía prepararme para recibir alguna noticia espeluznante.
- Miguel A......
- Sí, soy yo –mi madre es la única persona sobre la tierra que me llama
por mi nombre completo, pero aquella era una voz de hombre- ¿quién es
usted, por favor?
- Soy tu abuelo Juan.
Forcé a mis ojos a un parpadeo fuerte y continuo intentando que el
resto de mi masa encefálica recuperara parte de sus funciones vitales.
Cuando ya contaba con la suficiente lucidez, creí entender lo que estaba
sucediendo.
- No, lo siento, se ha equivocado.
- No me he equivocado, tú eres mi nieto y yo soy tu abuelo; porque tú
tienes un abuelo Juan ¿verdad?
- Oiga, o está equivocado o es una broma de muy mal gusto, porque mi
abuelo murió una mañana de Navidad hace 30 años.
- Exactamente. Y precisamente por eso me he tomado un interés especial
por este asunto. Me he enterado por casualidad (digámoslo así) de tus
planes navideños y he creído necesario enviarte unas amistades mías para
que te enseñen un par de cosas interesantes.
- Perdóneme, sea quien sea usted, le repito que ha debido equivocarse y
no tengo ni idea de qué me está hablando.
- Ya te enterarás... a su debido tiempo...
Y colgó. Tal como estaban yendo las cosas daréis por hecho que
consulté en los registros del teléfono celular quién me habría hecho tan
extraña comunicación, y acertaréis si suponéis que la línea mostraba la
irritante leyenda de “llamada oculta”.
(continuará...)
Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es
que me creáis... o en el mejor de los casos creeréis hasta donde
probablemente debería de creer yo mismo bajo una lógica racional
cartesiana: que la historia que viene a continuación no es más que una
vulgar pesadilla, un mal sueño motivado con toda probabilidad por la
mezcla perversa de mi cena –una excepcional lasaña de pisto de
calabacines con anchoas- y un dedo de más en mi sabatina copa nocturna
de Hennessy.
Pero si he de atenerme a esta interpretación de los hechos, mejor
será que comience por advertir que hay causas más acordes con las
teorías freudianas del onirismo, y en concreto habré de hacer referencia
a una conversación que la otra tarde mantenía con una amiga que llenaba
su casa de motivos navideños, tal y como hace todos los años, pero éste
con la especial concurrencia de tocarle ser la anfitriona de la comida
tradicional junto a sus seres más queridos.
La miraba mientras evolucionaba por el salón y el comedor,
repartiendo aquí y allá detalles de oropel, lazos blancos, rojos o
azules, velas, bolas, luces, guirnaldas, ramones verdes y otros
ornamentos de inspiración natal, casi todos al estilo sajón, pero sin
renunciar a las hispana presencia de las figuras de la Sagrada Familia
en torno del pesebre donde el misterio anual se reencarna.
- Y tú –me interroga en un descanso cafetero- ¿qué vas a hacer en
Nochebuena?
- No sé, supongo que lo que el ratoncito del cuento: dormir y callar.
Puede que vea algo de tele primero y cocinaré algo de pasta que no deja
mucho para fregar.
Si le hubiera dicho que me baño cada tarde en la sangre de cincuenta
vírgenes no me hubiera dirigido una expresión de mayor horror.
- ¿Y ese plan tan impresentable?
- No tengo otro. A mi hija le toca este año pasarla con su madre y sus
abuelos de la misma raíz, y mis padres, en Málaga, ya les he visitado
hace sólo una semana y el presupuesto no da para tanto avión. Ellos
tampoco van a hacer nada especial, se van a quedar en Málaga los dos
solitos en el mismo modo: mensaje del rey, telepasión y a la cama.
- Pues llama a tus familiares de aquí, haz algo, algún amigo... pero no
puedes pasar la Nochebuena tú solo.
- ¿Y por qué no? No quiero “colgarme” de nadie. Si no tienes un
calendario a mano es una noche como otra cualquiera, y sólo la “celebra”
una minoría de la humanidad, bien es cierto que la más derrochadora y
ostentosa y por eso da la impresión de que abarca al mundo mundial, pero
es sólo un truco publicitario y consumista, una forma de redondear la
cuenta de resultados de los grandes: grandes marcas, grandes superficies
y grandes almacenes.
- No crees en lo que estás diciendo.
- Creo porque me conviene: no hay plan de Nochebuena, pues no hay
Nochebuena este año. Vosotros seréis muy felices montando el sarao y yo
seré muy feliz ahorrándome un pastón en vanos excesos ilusorios. Ni
siquiera he puesto el árbol, lo dejo para cuando venga Ángela la semana
siguiente que sí le toca en mi casa.
Y con expresión en su rostro entre la resignación y la
abominación, me da por imposible y reanuda su proceso decorativo hasta
casi dejar su morada a medio camino entre la fachada del Corte Inglés y
el escaparate de Ikea.
Pues, como os decía, así estaban las cosas hasta anoche cuando,
tras apurar el trasnochador copón de cobrizo V.S.O.P. me retiré a mis
aposentos, clavé la sien en la almohada y me dispuse a atemorizar al
vecindario a ronquido limpio.
Igual acababa de coger el sueño como pudiera ser que ya llevara
varias horas vagando por los laberintos de Hipnos, cuando el
chuchi-puchi polifónico de mi móvil empezó a repiquetear en el silencio
de la noche iluminando débilmente la estancia. En la estupefacción del
duermevela logré asirlo casi a ciegas y atiné de puro instinto en el
botón de aceptar la llamada entrante.
- Sí... ¿dígame? – respondí mecánicamente mientras la neurona de guardia
intentaba avisarme de que no era normal una llamada a tales horas y que
debía prepararme para recibir alguna noticia espeluznante.
- Miguel A......
- Sí, soy yo –mi madre es la única persona sobre la tierra que me llama
por mi nombre completo, pero aquella era una voz de hombre- ¿quién es
usted, por favor?
- Soy tu abuelo Juan.
Forcé a mis ojos a un parpadeo fuerte y continuo intentando que el
resto de mi masa encefálica recuperara parte de sus funciones vitales.
Cuando ya contaba con la suficiente lucidez, creí entender lo que estaba
sucediendo.
- No, lo siento, se ha equivocado.
- No me he equivocado, tú eres mi nieto y yo soy tu abuelo; porque tú
tienes un abuelo Juan ¿verdad?
- Oiga, o está equivocado o es una broma de muy mal gusto, porque mi
abuelo murió una mañana de Navidad hace 30 años.
- Exactamente. Y precisamente por eso me he tomado un interés especial
por este asunto. Me he enterado por casualidad (digámoslo así) de tus
planes navideños y he creído necesario enviarte unas amistades mías para
que te enseñen un par de cosas interesantes.
- Perdóneme, sea quien sea usted, le repito que ha debido equivocarse y
no tengo ni idea de qué me está hablando.
- Ya te enterarás... a su debido tiempo...
Y colgó. Tal como estaban yendo las cosas daréis por hecho que
consulté en los registros del teléfono celular quién me habría hecho tan
extraña comunicación, y acertaréis si suponéis que la línea mostraba la
irritante leyenda de “llamada oculta”.
(continuará...)
Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es