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Un ¿cuento? de Navidad (I)
(demasiado antiguo para responder)
Miguel A. Román
2003-12-22 18:01:56 UTC
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Ni sé por qué os voy a contar lo que sigue. Al fin y al cabo dudo
que me creáis... o en el mejor de los casos creeréis hasta donde
probablemente debería de creer yo mismo bajo una lógica racional
cartesiana: que la historia que viene a continuación no es más que una
vulgar pesadilla, un mal sueño motivado con toda probabilidad por la
mezcla perversa de mi cena –una excepcional lasaña de pisto de
calabacines con anchoas- y un dedo de más en mi sabatina copa nocturna
de Hennessy.

Pero si he de atenerme a esta interpretación de los hechos, mejor
será que comience por advertir que hay causas más acordes con las
teorías freudianas del onirismo, y en concreto habré de hacer referencia
a una conversación que la otra tarde mantenía con una amiga que llenaba
su casa de motivos navideños, tal y como hace todos los años, pero éste
con la especial concurrencia de tocarle ser la anfitriona de la comida
tradicional junto a sus seres más queridos.

La miraba mientras evolucionaba por el salón y el comedor,
repartiendo aquí y allá detalles de oropel, lazos blancos, rojos o
azules, velas, bolas, luces, guirnaldas, ramones verdes y otros
ornamentos de inspiración natal, casi todos al estilo sajón, pero sin
renunciar a las hispana presencia de las figuras de la Sagrada Familia
en torno del pesebre donde el misterio anual se reencarna.

- Y tú –me interroga en un descanso cafetero- ¿qué vas a hacer en
Nochebuena?
- No sé, supongo que lo que el ratoncito del cuento: dormir y callar.
Puede que vea algo de tele primero y cocinaré algo de pasta que no deja
mucho para fregar.

Si le hubiera dicho que me baño cada tarde en la sangre de cincuenta
vírgenes no me hubiera dirigido una expresión de mayor horror.

- ¿Y ese plan tan impresentable?
- No tengo otro. A mi hija le toca este año pasarla con su madre y sus
abuelos de la misma raíz, y mis padres, en Málaga, ya les he visitado
hace sólo una semana y el presupuesto no da para tanto avión. Ellos
tampoco van a hacer nada especial, se van a quedar en Málaga los dos
solitos en el mismo modo: mensaje del rey, telepasión y a la cama.
- Pues llama a tus familiares de aquí, haz algo, algún amigo... pero no
puedes pasar la Nochebuena tú solo.
- ¿Y por qué no? No quiero “colgarme” de nadie. Si no tienes un
calendario a mano es una noche como otra cualquiera, y sólo la “celebra”
una minoría de la humanidad, bien es cierto que la más derrochadora y
ostentosa y por eso da la impresión de que abarca al mundo mundial, pero
es sólo un truco publicitario y consumista, una forma de redondear la
cuenta de resultados de los grandes: grandes marcas, grandes superficies
y grandes almacenes.
- No crees en lo que estás diciendo.
- Creo porque me conviene: no hay plan de Nochebuena, pues no hay
Nochebuena este año. Vosotros seréis muy felices montando el sarao y yo
seré muy feliz ahorrándome un pastón en vanos excesos ilusorios. Ni
siquiera he puesto el árbol, lo dejo para cuando venga Ángela la semana
siguiente que sí le toca en mi casa.

Y con expresión en su rostro entre la resignación y la
abominación, me da por imposible y reanuda su proceso decorativo hasta
casi dejar su morada a medio camino entre la fachada del Corte Inglés y
el escaparate de Ikea.

Pues, como os decía, así estaban las cosas hasta anoche cuando,
tras apurar el trasnochador copón de cobrizo V.S.O.P. me retiré a mis
aposentos, clavé la sien en la almohada y me dispuse a atemorizar al
vecindario a ronquido limpio.

Igual acababa de coger el sueño como pudiera ser que ya llevara
varias horas vagando por los laberintos de Hipnos, cuando el
chuchi-puchi polifónico de mi móvil empezó a repiquetear en el silencio
de la noche iluminando débilmente la estancia. En la estupefacción del
duermevela logré asirlo casi a ciegas y atiné de puro instinto en el
botón de aceptar la llamada entrante.
- Sí... ¿dígame? – respondí mecánicamente mientras la neurona de guardia
intentaba avisarme de que no era normal una llamada a tales horas y que
debía prepararme para recibir alguna noticia espeluznante.
- Miguel A......
- Sí, soy yo –mi madre es la única persona sobre la tierra que me llama
por mi nombre completo, pero aquella era una voz de hombre- ¿quién es
usted, por favor?
- Soy tu abuelo Juan.

Forcé a mis ojos a un parpadeo fuerte y continuo intentando que el
resto de mi masa encefálica recuperara parte de sus funciones vitales.
Cuando ya contaba con la suficiente lucidez, creí entender lo que estaba
sucediendo.
- No, lo siento, se ha equivocado.
- No me he equivocado, tú eres mi nieto y yo soy tu abuelo; porque tú
tienes un abuelo Juan ¿verdad?
- Oiga, o está equivocado o es una broma de muy mal gusto, porque mi
abuelo murió una mañana de Navidad hace 30 años.
- Exactamente. Y precisamente por eso me he tomado un interés especial
por este asunto. Me he enterado por casualidad (digámoslo así) de tus
planes navideños y he creído necesario enviarte unas amistades mías para
que te enseñen un par de cosas interesantes.
- Perdóneme, sea quien sea usted, le repito que ha debido equivocarse y
no tengo ni idea de qué me está hablando.
- Ya te enterarás... a su debido tiempo...

Y colgó. Tal como estaban yendo las cosas daréis por hecho que
consulté en los registros del teléfono celular quién me habría hecho tan
extraña comunicación, y acertaréis si suponéis que la línea mostraba la
irritante leyenda de “llamada oculta”.

(continuará...)

Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es
Miguel A. Román
2003-12-22 18:18:28 UTC
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(...)

Aún sin encender la luz de la habitación ni tampoco la del
interior de mi cabeza me giré para volver a enfundarme las sábanas y
entonces lo vi... sería más correcto decir que lo “percibí”.

Dí un repullo y golpeé a manotazos la pared hasta acertar con el
interruptor. Los 60 watios de la luminaria me soltaron un latigazo en la
vista y tardé un millón de millonésimas de segundo en poder volver a
mirarla... y comprobar que la imagen adivinada en la oscuridad era ahora
aun menos nítida, pues su contorno era evanescente y ahora al recordarlo
podría jurar que se veían los objetos y la pared a través suya.

Cuando a uno le sucede algo absurdo la mente se rebela contra
ello e intenta restablecer las reglas del universo a golpe de razón...
pero cuando los absurdos se suceden en tropel la lógica se rinde con
asombrosa facilidad y se acepta sin mejor juicio lo que los sentidos te
ofrecen. Es como cuando pierdes el control de un vehículo a gran
velocidad, que no sabes qué está sucediendo, pero entiendes que sin
ninguna duda está sucediendo.

Y es ésta la única excusa de que dispongo para que entendáis por
qué no eché a correr dando alaridos de espanto y demanda de auxilio ante
la visión de aquel espectro. En su lugar le pregunté quién era, cómo
había entrado en mi casa, qué leches buscaba allí...
- Haces demasiadas preguntas a los demás y demasiadas pocas a ti mismo.
Pero aún así te puedo decir que soy... digamos... el recuerdo de tus
navidades pasadas, y he venido a llevarte hasta ellas.
- ¿Llevarme? ¿Cómo? ¿Cuándo?
- Más preguntas. Vale: “Ya” estas aquí... fíjate bien.

E hizo un gesto en abanico con los brazos como si abarcara toda
la estancia. Aquél no era mi dormitorio aunque no sabía cuándo ni como
se había transmutado. La cama era pequeña y estaba impecablemente hecha
y cubierta por una colcha de raso enguatada. Sobre ella en una
estantería se alineaban un oso de trapo, un conejo de goma, cochecitos a
escala, libros de cuentos y una lamparita de papel trenzado.

Con un pálpito repicando en mi pecho salí al pasillo y observé
que era de día. Al fondo, sentado sobre la alfombra del salón un niño en
pijama rojo destrozaba a pellizcos unos aromáticos mantecados de canela,
dejando un importante porcentaje de migas entre la alfombra, su pijama y
las comisuras de sus labios. Tenía la vista clavada en un vetusto
televisor Vanguard en blanco y negro del que provenía una cantinela
fácilmente reconocible: “treinta y cinco mil cuatrocientos
veiiintiséiiis... veinticincomiiil pesetaaas... siete mil doscientos
seseeeenta y cuaaatro... veinticincomiiil pesetaaas...”
- ¿25.000 pesetas?¿En qué año estamos?
- ¿Sabes construir alguna frase no interrogativa?
- Miguel A.......– la voz inconfundible de mi madre, tan joven, fue un
impacto que me devolvió a la realidad de aquella irrealidad-, vístete,
por favor. En cuanto llegue papá nos vamos.
- ¿A donde vamos, mamá? – preguntó el chaval
- A Algeciras, con los abuelos y los tíos.

Me quedé mirando atentamente al chicuelo intentando reconocer en él al
personaje que he visto mil veces en fotografía, pero debo admitir que
sus rasgos me eran difícilmente asociables a patrón alguno en mi memoria.
- Perdona que pregunte otra vez, pero ¿soy yo? ¿Verdad?
- Sí, eres tú.
- Y ahora me vas a llevar a Algeciras, a la casa de la abuela ¿cierto?
- Falso: Ya estás en Algeciras – y el espíritu sonrió con suficiencia
extendiendo la mano e invitándome a que comprobara que el escenario
había cambiado de nuevo sin yo sentirlo.

Ahora, en el pasillo ante mí se desarrollaba un duelo al mejor
estilo del western clásico. En el suelo yacía mi primo Salvador
fingidamente herido de muerte, mientras que Guillermo, parapetado tras
la puerta de su cuarto, intentaba abatirme con repetidos disparos de su
dedo índice: “¡pam-pam-pam!” (es curioso, hubiera jurado que decíamos
“bang”... cosas del cómic sin duda).

En la cocina gobierna mi abuela Ángela. Oronda de formas, pelo
blanco como la alpaca y ojos en ese punto de color donde uno puede
decidir a su gusto si verde o celeste. Tiene que apoyar su cuerpo con
ayuda de una muleta, pero eso no reduce su actividad, y desde luego no
minora su mente organizadora a los fogones, y Trini (la criada) y mi tía
Encarna siguen estrictamente sus instrucciones: Remozad el pavo con su
salsa, esas gambas hay que cocerlas ya, bajad el fuego del caldo,
ponedle más sal a las manitas de cerdo,...

Ni un solo detalle escapa. Los puntos más críticos son de su
exclusiva competencia, como la farsa plural que anida en las entrañas
del pavo (pasas, piñones, jamón, huevo duro, tocino, pan remojado en
vino, ... ), las especias a adicionar (clavo, canela, pimentón, laurel
....) o determinar si el plato ha alcanzado el punto impecable para ser
servido a su familia.

- ¡¡¡Hombreeee.... los mantecados... han llegado los mantecados!!!
–anuncia mi padre entre bromas y veras ante la aparición de las bandejas
con las golosinas que serán los postres para los comensales... y menú
preferente para mí (pues probaré algo del resto, pero sin mayor entusiasmo).

Se come, se bebe, se bromea, se juega, aparecen una zambomba y
una pandereta, los críos destrozamos algún villancico, los mayores
cuentan chistes picantes en un aparte, los cuñados se lanzan puyazos
soterrados, los abuelos ríen y celebran la algarabía toda rodeados de
hijos y nietos.

Solo ahora, bajo la tutela del fantasma que allí me ha llevado,
entiendo la labor ingente de mi abuela Ángela, su dedicación y
sacrificio en organizar –y costear- todo aquel festín con un único fin:
acaparar el cariño de su familia bajo el soborno consentido de su
sabiduría culinaria.

- Debemos irnos –me anuncia el ánima- Aún te queda mucho por ver esta noche.
- Espera un momento... – pero cuando me vuelvo a la sombra ya no está,
ni ella ni nadie más: estoy sólo en mi habitación, silenciosa en mitad
de la noche, y el único sentimiento que albergo es la angustia por no
haber apurado aquellos días mientras los tuve, niño como era incapaz de
prever lo efímero de mi inocencia.

(Continuará...)

Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es
Miguel A. Román
2003-12-22 21:51:45 UTC
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(...)

- ¿Nos vamos ya?

Volví a sobresaltarme, en una noche donde el sobresalto empezaba
a ser previsible rutina. Por un momento pensé que era la misma aparición
que me había devuelto unos instantes a tiempos dormidos de mi memoria.
Pero al mirar hacía el punto de donde provenía la voz, comprobé que era
otra figura, de más joven aspecto que la que le precedió.
- ¿Volvemos al pasado?
- No, ésa no es mi misión. Yo soy el alma de la Navidad actual, ésta a
la que renuncias conformista.
- No lo entiendo... ¿Qué hay de esta Navidad que yo ignore?
- Todo cuanto quieres ignorar. Pero inútil es que yo te lo cuente... si
no lo ves con tus ojos.- y señaló a un rincón...

De nuevo el viaje astral –o lo que quiera que fuese aquella
traslación insensible- se había producido. En el rincón estaba Ángela,
esta vez no mi abuela sino la que por ella recibió nombre: mi hija.

La niña está arrodillada en el salón; sobre una caja forrada de
lamé y decorada con cartulinas coloca las figuras de miga de pan
policromada: el soldado impasible junto a un Herodes gordinflón que se
agita en su trono a la vista de los pergaminos que sus astrólogos le
muestran... pero la niña cambia el argumento y el rey es ahora un
invitado al jolgorio donde se asa un carnero, mientras que los pastores
no se asustan ante el Ángel anunciador sino ante la señora que lamenta
la caida de uno de los huevos de la cesta que porta en su cabeza...
- Ángela, vístete, por favor, que nos vamos ya.- Es mi cónyuge, entrando
y saliendo de la estancia preparando avíos diversos.
- ¿A dánde nos vamos ya, mami?
- A casa de los abuelos, a la cena de Nochebuena.
- Oh... todos los años lo mismo... – responde la niña con fingido
fastidio.- Igual que el año pasado en casa de abuelita Carmen ¿Vamos a
cenar “cocretas”?
- No, Ángela, la abuela no prepara croquetas, habrá sopa, atún o algo más.
- A mí la sopa no me gusta.
- Pues no sabes lo que te pierdes – tercio yo, aun a sabiendas de que no
puede oirme- La sopa de pollo de la abuela es casi lo único que echo de
menos de las Nochebuenas en su casa.

El delicioso y sustancioso caldo aúna la magia de las fiestas con
la sabiduría de la tradición. Mi suegra, que no es una grandiosa
cocinera, se apunta año tras año a la receta simple e infalible: caldo
extraído de un cuasi cocido de pollo, garbanzos y hortalizas. Luego de
colado vuelve a recocinarlo con la sustancia del fideo y el aroma
hogareño del “yerbahuerto” -nombre canario de la hierbabuena-, con
añadido de tropezones originales: fibras cárnicas del ave y un puñado de
garbanzos, mientras que el resto de la materia sólida dormirá para
despertar al almuerzo de Navidad como una excelente “ropavieja”
aderezada de cebolla, ajo y papas fritas. Un truco sencillo pero
eficiente para reunir ambas fechas a la familia ante la mesa.

El fantasma se acerca un momento a la olla, mira en el interior...
y sopla.
- ¿Para qué has hecho eso?
- Es parte de mi trabajo, debo poner un poco de Navidad en cada plato.
Eso hace que sepa mucho mejor.

Ángela miente. Le encanta la sopa, rebusca en el plato los
garbanzos para degustarlos “a secas”. Mi suegro hace un intento de
“refatiñarle” uno y la niña amenaza con un berrinche.
- Deja mis garbanzos –le amenaza la mocosa-. No haberte comido los tuyos
tan rápido.
- Pues si no me das un garbanzo no te doy jamón.

Y Ángela enmudece ante la amenaza, buscando en la mirada de su
madre la corroboración de que, en efecto, “hay jamón”. Y lo hay para
regocijo de la chiquilla que salta a los brazos de su abuelo para
disputarle cada loncha.

Luego vienen los turrones y la caja de “surtido navideños” de
deslumbrantes y coloristas envoltorios.
- Mamá ¿cuál es el de pipitas chicas? –y mi consorte le acerca un
paquetito azul conteniendo el mantecado de canela.

Los estampidos atruenan y la noche mágica se llena de luces.
- “Volaores”, abuela, viva!!!
- ¡¡¡Viva!!! – secunda la mujer y ambas corren a la terraza a ver lo que
el urbanismo les permita de las flores pirotécnicas mientras a lo lejos
el rebato de la Catedral llama a misa del gallo.

El espíritu de la Navidad me tomó entonces de la mano.
- Ven, hay mucho más que ver esta noche.

Y en un abanico de vértigo vagué de casa en casa, de fiesta en
fiesta, algunos conocidos y otros no, comidas opulentas unos, remedos de
parca cena otros, pero siempre el aparecido añadía su particular
ingrediente .. y al parecer lograba su objetivo, pues luego, en todas
partes, los niños jugaban y corrían mientras los mayores reían.

Tras el agotador periplo, mi cicerone estaba visiblemente
avejentado, como si en sólo unas horas hubiera transcurrido una vida
completa.
- Mi Navidad se acaba –me aclaró-. Pronto desapareceré y el próximo año
otra Navidad del presente ocupará mi lugar.
- ¿Solo vives una noche? -pregunté asombrado.
- Sí, amigo... pero qué noche, no cambiaría esta jornada por diez mil
veladas de soledad, aburrimiento y frustración como...
- ... sí, ya sé lo que vas a decir, como la que yo pensaba pasar.
- ¿Has usado el verbo en pasado? -Y sonrió mientras se disolvía en el
aire pesado de mi dormitorio.

Por un momento me quedé pensando si aquella cosa que supuestamente
agregaba a los guisos en cada hogar que visitábamos podría ser usado en
otro momento del año... pero recordé que me dijo que esa misma noche
sería su nacimiento y muerte y hasta el año que viene no habría otra
Navidad en la que degustar el mágico sabor que repartía su aliento.

(Continuará)
Miguel A. Román
2003-12-22 21:55:00 UTC
Permalink
(...)

Esta vez la aparición que ya esperaba tenía la silueta de una joven,
aunque el tono de su voz era tan impersonal y ucrónico como el de los
dos enviados anteriores.
- Tú eres el espíritu de la Navidad del futuro, ¿Verdad?
- Desde luego no soy un inspector de trabajo. Venga, tenemos cosas que
hacer. Fíjate en esa mujer.

Miré en la dirección que me indicaba y vi a una dama entrada en
años y carnes, con el pelo completamente cano, pelado y peinado a lo
“garçon” y una indumentaria colorista y desenfadada que me pareció poco
apropiada a su supuesta edad. A su lado una chiquilla de lacia melena
rubia adornada de bisutería no cesaba de preguntarle detalles sobre lo
que estaba haciendo.

La habitación en la que estábamos bien pudiera ser una cocina,
pero los materiales y artilugios recordaban más a una estación de
seguimiento de satélites, con pantallas gráficas empotradas y luces
parpadeantes, una extraña sinfonía tecnoculinaria que la mujer parecía
dirigir diestramente con una especie de mando a distancia.

Sin embargo había un elemento claramente reconocible para mí: la
pata trasera de un cerdo de negra uña del que un hombre joven extraía
delgadas y jugosas lonchas y las depositaba en una rodela plástica a su
vera. La mujer mayor se le acercó por detrás, como quien va a cometer
una travesura, tomó con fingido disimulo una lasca del cárnico manjar y
se la comió con exagerada expresión de goce.
- Mmm.... este año el jamón está buenísimo.
- Abuela: es igual todos los años –sermoneó la rubita- Los cerdos son
clónicos idénticos y el programa que controla la cámara de secado es
siempre el mismo.
- ¿Ah, si? Y dime, sabihonda: ¿las bellotas son las mismas todos los
años? –Y ante el mudo argumento de la chica, continuó la señora con el
suyo- Pues este año las bellotas han sido buenísimas. Escucha Thetis: Mi
padre, tu bisabuelo, me enseñó que el sabor está un tercio en la química
del alimento y dos tercios en la química del que lo come, así que una
misma comida no sabe igual dos veces, ni siquiera el mismo plato cuando
lo empiezas y cuando lo estás acabando provoca las mismas sensaciones.

Escuchar los detalles de esa teoría me estremeció. En busca de
confirmar lo que mi corazón me decía estudié atentamente los ojos
divertidos de la anciana... y los hubiera reconocido entre un millón:
eran las esmeraldas jaspeadas de mi hija Ángela.

- Pan, deja el “telechatter” –reclamó la que supongo sería la madre de
un niño de diez o doce años que parloteaba en un rincón a una especie de
videojuego portátil- Siéntate a la mesa que vamos a cenar.

El muchacho ni levantó la vista de la pequeña pantalla que
sostenía entre sus manos.
- Estoy hablando con una gente de Chile, mamá
- En Chile es aún media tarde y tienen tiempo de sobra, pero aquí es ya
hora de cenar.
- ¿Thetis y Pan? – Interrogué a mi guía que se encogió de hombros.
- Se pusieron de moda los nombres mitológicos... peor hubiera sido
llamarles Clítoris y Sátiro –bromeó.

En la mesa, frente a media docena de hombres, mujeres y niños, se
alineaban una pequeña multitud de platos ovalados con entrantes de
inspiración orientalista y arábiga, algunos eran una especie de
maki-sushi con la capa de arroz teñida de cien colores, otro era una
tagine de pato con higos y sésamo, había triángulos de pasta briouat
rellenos de una ensalada de marisco... y –sonreí- atezadas croquetas aún
humeantes y de las que Thetis había hecho acaparadora provisión. Pero lo
que más me llamó la atención fue la profusión de boles conteniendo geles
de todas las tonalidades, salsas de consistencia de la mermelada:
verdes, rojas, anaranjadas, amarillas o azabache donde los comensales
mojaban sus bocados antes de llevárselos a la boca.

La silla de la anfitriona permanecía desierta cuando el sujeto
que lonchaba jamón (¿mi nieto?) comenzó a aplaudir y todos se le unieron
volviéndose hacía la figura que acababa de aparecer: Frente a la mesa
una Ángela de radiante sonrisa sostenía en sus brazos una fuente sobre
la que cabalgaba un enorme pavo de dorada piel y guarnicionado de
artística juliana salteada.

- De acuerdo, dile a quien te haya enviado que lo entiendo –indiqué a la
fantasma de la Navidad del Porvenir mientras mis descendientes daban
buena cuenta del ágape-. Mi hija hace ahora lo mismo que hacía su
bisabuela y sus abuelas: Reunir a quienes quieren al menos una vez al
año, y el motivo primario de esa alegría no es comer (y ni tan siquiera
festejar el origen religioso de la fecha) sino verse rodeados de afecto.
¿Nos vamos ya?
- Todavía queda algo que debes ver y entender: No están en esta Fiesta
únicamente los presentes, sino también los ausentes...

Al concluir la pitanza dispuesta, la gente se entregó al surtido
de mantecados, mazapanes y turrones (indiferenciables de los actuales) y
en un momento mi hija se levantó con un mantecado de canela en sus manos
y se acercó a una estantería en el otro extremo de la estancia. Allí, y
asegurándose de que nadie le prestaba atención, destapó una pequeña
ánfora de barro vidriado... con mi nombre grabado en ella. Entonces tomó
un ligero pellizco de mantecado y, deshaciéndolo entre los dedos, lo
espolvoreó dentro de la vasija, al tiempo que musitaba con esa luz
perpetua en sus ojillos:
- Feliz Navidad, papi.

El chuchi-puchi polifónico me sobresaltó y de un brinco salí de
la cama y me abalancé sobre el escandaloso artefacto. Era de día, de
hecho el sol estaba ya alto esta mañana dominical.
- Sí.. dígame..
- Oye, qué es eso de que vas a pasar sólo en casa la Nochebuena.
- ¿...Abuelo?
- ¿Abuelo? ¿Yo? No, todavía no. Soy Néstor. ¿Estás dormido?
- Sí.. medio dormido, me has despertado y estaba soñando que...
–renuncié a explicárselo- nada, una pesadilla... creo.
- Pues despierta: Le comunico que está usted invitado formalmente a
pasar por mi casa la noche señalada a las nueve, de momento para cenar,
y después lo que el cuerpo pida mientras lo aguante. ¿Te vienes?

Ni aun en mi estado todavía post-catatónico dudé la respuesta.
- Por supuesto que sí. ¿Qué llevo para colaborar? ¿Cigalas flambeadas
con coñac? ¿Chuletitas de ternasco en salsa de Px? ¿Cocochas de merluza
al mojo de cilantro?...
- Para, para... que todavía no tenemos decidido cómo lo vamos a
organizar ni cuál será el menú. Ya te avisaré. Lo que sí te aseguro es
que buena gente y buen rollito habrá.

Aún no había concluido con mi primera visita matutina al baño,
cuando de nuevo la dicharachera melodía electrónica surgía del aparato.
- Hola, Miguel. Soy Kristina (la esposa de mi primo Guillermo, mi única
familia en Tenerife). Te quería invitar a pasar la Nochebuena con
nosotros... Encarna va a preparar el pavo relleno “de la abuela”.

Con cierta pena le tuve que explicar que minutos antes había
adquirido un compromiso, pero le agradecí infinitamente que me llamara y
hube de convenir en hacerles una visita previa para felicitarles las
Pascuas (y picotear pavo), así como no descartarles –sin reparo alguno-
como segunda opción si me fallaba la primera.

Pero no había dejado todavía el cacharrito sobre la mesa cuando
de nuevo empezó a vibrar y chunchunear en mi mano. Ahora era mi madre.
- Hola, mamá ¿Dónde estáis?
- En La línea, que hemos parado a echar gasolina.
- ¿La Línea? ¿La Línea de la Concepción?
- Sí, es que vamos a pasar toda la semana en Algeciras, con tía Maruja y
los primos, que nos invitaron a venir, como hacíamos antes. Yo no tenía
muchas ganas, pero...
- Pues anímate, mamá, que las Navidades pasadas no vuelven nunca, y a
las que han de venir igual no llegamos.
- Sí que es verdad, Miguel A...., sí que es verdad...

Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es
Marisa Beato
2003-12-23 09:54:49 UTC
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!Ooooooooooooooooooooooh! !Qué gonito Miguelete A.!
Gracias y que lo pases de miedo...quiero decir , bien, muy bien ;-)

Besos
Marisa Beato &(:-)
Miguel A. Román
2003-12-23 20:30:17 UTC
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No me gusta traicionar el espíritu de las obras originales cuando
tomo de ellas elementos para estas fantasías que me aguantáis. Así que
siempre leo atentamente (y con gran disfrute) el original para estar
seguro de que al plagio no añadiré el desdoro.

Además, leer a Dickens es siempre, pero más en esta época, un buen
ejercicio anti-vanidad humana. El evidente rechazo que los bien nacidos
sienten ante las miserias de sus personajes refuerza nuestro sentimiento
de justicia. Me temo que algunos dirigentes mundiales nunca leyeron a
Dickens... o les gustaban los malos.

Pero en esta ocasión (hacía mucho que no leía "A Christmas
Carol") he redescubierto trozos, párrafos y matices por los que en su
momento pasé de puntillas.

Recomendando la lectura completa de este clásico que podéis
descargar gratuitamente de
http://www.e-text.org/text/Dickens,%20Charles,%20Cancin%20de%20Navidad.pdf
os copipasto aquí dos fragmentos de evidente y entrañable pertinencia en
este círculo de gastronomía. Si alguno, a quien yo entonces envidie, ha
conocido las navidades tradicionales del Reino Unido, deje posar estos
textos sobre su memoria y vuele en brazos del fantasma de las Navidades
pretéritas...

-----------------------
Las tiendas en que se vendían aves estaban todavía entreabiertas y las
fruterías radiantes de esplendor. Había grandes, redondas y panzudas
cestas de castañas, cuya figura se asemejaba a los chalecos de los
ancianos gastrónomos, recostadas en las puertas y tumbadas en la calle
con su opulencia apoplética. Había rojizas, morenas y anchas cebollas de
España, brillando en la gordura de su desarrollo, como frailes
españoles, y haciendo guiños en sus bazares, con socarronería retozona a
las muchachas que pasaban por su lado y mirando humildemente al
muérdago que colgaba en lo alto. Había peras y manzanas formando altas
pirámides apetitosas; había racimos de uvas, que la benevolencia de los
fruteros había colgado de magníficos ganchos para que las bocas de los
transeúntes pudieran hacerse agua al pasar; había montones de avellanas,
mohosas y obscuras, cuya fragancia hacía recordar antiguos paseos por en
medio de bosques y agradables marchas hundiendo los pies hasta los
tobillos en hojas marchitas; había naranjas y limones, que en la gran
densidad de sus cuerpos jugosos pedían con urgencia ser llevados a casa
en bolsas de papel y comidos después del almuerzo, y había pescados
de oro y de plata.

¿Pues y las tiendas de comestibles? ¡Oh, las tiendas de comestibles!
Estaban próximas a cerrar, con las puertas entornadas; pero a través de
las rendijas daba gusto mirar. No era solamente que los platillos de la
balanza produjesen un agradable sonido al caer sobre el mostrador. ni
que el bramante se separase del carrete con viveza, ni que las cajas
metálicas resonasen arriba y abajo como objetos de prestidigitación, ni
que los olores mezclados del té y del café fuesen muy agradables al
olfato, ni que las pasas fuesen abundantes y raras, las almendras
exageradamente blancas; las tiras de canela largas y rectas, delicadas
las otras especias, las frutas confitadas, envueltas en azúcar fundido,
capaces de excitar el apetito y dar envidia a los más fríos
espectadores. No era tampoco que los higos se mostrasen húmedos y
carnosos, ni que las ciruelas francesas enrojeciesen con alguna acritud
en sus cajas adornadas, ni que todo excitase el apetito en su aderezo de
Navidad, sino que las parroquianas se apresuraban con tal afán en la
esperanzada promesa del día, que se empujaban unas a otras a la puerta,
haciendo estallar toscamente los cestos de mimbre, y dejaban los
portamonedas sobre el mostrador y volvían corriendo a buscarlos,
cometiendo cientos de equivocaciones semejantes, con el mejor humor
posible; mientras el tendero y sus dependientes se mostraban tan
serviciales y tan fogosos, que se comprendía fácilmente que los
corazones que latían detrás de los mandiles no se regocijaban sólo por
hacer buenas ventas, sino por el júbilo que les producía la Navidad.

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... antes de que se oyera una palabra más, reapareció Tiny Tim escoltado
por su hermano y su hermana, que le llevaron a su taburete junto a la
lumbre. Mientras Bob, remangándose los puños -¡pobrecíllo!, como si
fuese posible estropearlos más -, confeccionaba una mixtura con ginebra
y limón y la agitaba una y otra vez, colocándola después en el antehogar
para que cociese a fuego lento, master Pedro y los dos ubicuos Cratchit
pequeños fueron en busca del ganso, con el cual aparecieron en seguida
en solemne procesión: Tal bullicio se produjo entonces, que creyérase al
ganso la más rara de todas las aves, un fenómeno con plumas, ante el
cual fuese cosa corriente un cisne negro, y en verdad que en aquella
casa era ciertamente extraordinario. La señora Cratchit calentó la salsa
(ya preparada en una cacerolita); master Pedro mojó las patatas con
vigor increíble; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzanas; Marta
quitó el polvo a la vajilla; Bob sentó a Tíny Tim a su lado en una
esquina de la mesa; los dos pequeños Cratchit pusieron sillas para
todos, sin olvidarse de ellos mismos, y montando la guardia en sus
puestos. Se metieron la cuchara en la boca, para no gritar pidiendo el
ganso antes de que llegara el momento de servirlo. Por fin se pusieron
los platos, y se dijo una oración, a la que siguió una pausa, durante la
cual no se oía respirar, cuando la señora Cratchit, examinando el
trinchante, se disponía a hundirlo en la pechuga; pero cuando lo hizo y
salió del interior del ganso un borbotón de relleno, un murmullo de
placer se alzó alrededor de la mesa, y hasta Tíny Tim, animado por los
pequeños Cratchit, golpeó en la mesa con el mango de su cuchillo y gritó
débilmente: -¡Viva!

Nunca se vio ganso como aquél. Bob dijo que jamás creyó que pudiera
existir un manjar tan delicioso. Su blandura y su aroma, su tamaño y su
baratura fueron los temas de la admiración general; y añadiéndole la
salsa de manzanas y las patatas deshechas, constituyó comida suficiente
para toda la familia; en efecto, como la señora Cratchit dijo (al
observar que había quedado un huesecillo en el plato), no habían podido
comérselo todo. Sin embargo, todos quedaron satisfechos, particularmente
los Cratchit más pequeños, que tenían salsa hasta en las cejas. La
señorita Belinda cambió los platos y la señora Cratchit salió del
comedor muy nerviosa porque no quería que la viesen ir en busca del
"pudding".

Entonces los comensales supusieron toda clase de horrores: que no
estuviera todavía bastante hecho; que se rompiera al llevarlo a la mesa;
que alguien hubiera escalado la pared del patio y lo hubiera robado,
mientras estaban entusiasmados con el ganso... Ante esta suposición los
dos pequeños Cratchit se pusieron pálidos.

¡Atención! ¡Una gran cantidad de vapor! El pastel estaba ya fuera del
molde. Un olor a tela mojada. Era el paño que lo envolvía. Un olor
apetitoso, que hacía recordar al fondista, al pastelero de la casa de al
lado y a la planchadora. ¡Era el pudding! A1 medio minuto entró la
señora Cratchit con el rostro encendido, -pero sonriendo orgullosamente-
con el pudding, que parecía una bala de cañón, duro y macizo, lanzando
las llamas que producía la vigésima parte de media copa de aguardiente
inflamado, y embellecido con una rama del árbol de Navidad clavada en la
cúspide.

¡Oh, admirable pudding! Bob Cratchit dijo con toda seriedad que lo
estimaba como el éxito más grande conseguido por la señora Cratchit
desde que se casaron. La señora Cratchit dijo que no podía calcular lo
que pesaba el pudding, y confesó que había tenido sus dudas acerca de la
cantidad de harina. Todos tuvieron algo que decir respecto de él, pero
ninguno dijo (ni lo pensó siquiera) que era un pudding pequeño para una
familia tan numerosa. Ello habría sido una gran herejía. Los Cratchit
hubiéranse ruborizado de insinuar semejante cosa.

Por fin se terminó la comida, alzóse el mantel, se limpió el hogar y se
encendió fuego; y después de beber en el jarro el ponche confeccionado
por Bob, y que se consideró excelente, pusiéronse sobre la mesa manzanas
y naranjas y una pala llena de castañas sobre la lumbre. Después, toda
la familia Cratchit se colocó alrededor del hogar, formando lo que Bob
llamaba un círculo, queriendo decir semicírculo; y cerca de él se
colocó toda la cristalería: dos vasos y una flanera sin mango.

No obstante, tales vasijas servían para beber el caliente ponche, tan
bien como habrían servido copas de oro, y Bob lo sirvió con los ojos
resplandecientes, mientras las castañas sobre la lumbre crujían y
estallaban ruidosamente. Entonces Bob brindó:
-¡Felices Pascuas para todos nosotros, hijos míos, y que Díos nos bendiga!

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Yo, desde aquí, sólo puedo hacer mío y vuestro el brindis de Bob
Cratchit.

Un Amigo
Miguel A. Román
***@vodafone.es

Angel AT
2003-12-23 20:24:43 UTC
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No por sabida deja de ser inquietante tu versión del cuento. Reconozco
que me ha recorrido un escalofrío.

¡Felicidades!

¡Felices fiestas!

Ángel AT
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